He de reconocer que me lo pasé pipa montando mis propios
sueños a capricho: el más que tradicional sueño en el que vuelas como un pájaro
y te sientes el amo del cielo; otro en el que el constante descubrimiento de
tesoros ocultos te sumen en la más absoluta de las riquezas…; y así hasta un
largo etcétera de fantasías creadas a mi antojo.
Fue como volver a la más profunda de mis infancias,
recreando un mundo de fantasía y felicidad al que una vez llegada cierta edad
no se vuelve. La madurez te fuerza a olvidar esa parte creativa y fantasiosa
que todos tenemos y que ahí está, aunque sea en el más recóndito rincón de tu
imaginación.
Pero en el fondo sentí que me faltaba algo, lo de soñar a
antojo había sido gratificante, pero echaba de menos algo. Así que dado que
había gastado todas las palabras que encontré por entre las sábanas aquel día, no tuve más
remedio que armarme de paciencia y dejar pasar el tiempo para lograr lo que
quería. Era condición imprescindible que pasasen unas cuantas noches y siestas
para ir acumulando sueños por entre las sábanas y bajo la almohada.
Cuando hubo pasado un tiempo que consideré adecuado, una
mañana tome las sábanas y las agité no con tanto ímpetu como la otra vez, para
así evitar que las frases que aun hubieran quedado unidas no se convirtieran en
palabras sueltas o lo que era peor, en vocales y consonantes que convertirían
en algo más difícil aun mi puzzle onírico.
No fue tan rica la cosecha como la otra vez, pero saque
suficiente material como para dedicarme a la tarea.
Era el momento de crear a la carta mis sueños húmedos y lo
que es aun mejor, guardarlos en una cajita para poder tirar de ellos en
momentos de apuro.
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