Mis últimos problemas con la telefonía móvil me obligaron a
darme de baja de mi operador de toda la vida y guardar en un cajón bajo siete
llaves mi teléfono móvil y en otro bien alejado y bajo el mismo número de
llaves su batería.
Desde entonces he recuperado el encanto de las
comunicaciones como antes. Robé en casa de mis abuelos un vetusto modelo
góndola de telefónica y dado que no tenía línea fija en casa, lo puse de adorno
en el salón y decidí bajarme a la calle a hacer uso de las tradicionales
cabinas telefónicas. Mi primer problema ha sido darme de bruces con la realidad
que es ser alguien tan obsoleto como para no tener móvil y tener que buscar por
la calle una cabina pública y encontrarla, encontrarla y que no esté siendo
manoseada por un mendigo que intenta sacar de sus tripas unas monedas, y no
digamos encontrarla y que funcione.
Lo que sí he echado en falta es la total inexistencia de
cabinas cerradas, aquellas en las que de joven usaba como refugio de los fríos
de invierno o techo en los días de lluvia y como no, en las que algún que otro
“arrime” de cebolleta realicé. También y ahora que soy más mayor, me
atraía la idea de vivir una aventura a lo José Luís López Vázquez en un día de
llamada despistada, pero no… imposible.
Aunque no todo van a ser problemas o peros, como no me
gustan las actuales cabinas públicas al aire libre, me he dedicado a una
actividad mucho más gratificante. Busco teléfonos públicos en bares, con la gran ventaja de que por
lo general estos teléfonos se encuentran en baretos de toda la vida: bareto de
caña, chato de vino y tapa ideal para la dieta del hipertenso o del que toma
leche con Omega3.
La verdad es que nadie me va a llamar porque no tendrán los
números de teléfono de esos bares y yo estando ahí tan feliz con mi cervecita y
tapa grasienta no creo que tenga necesidad de llamar a alguien, pero el caso es
estar comunicado.
Un relato muy para "elsinsentido", Clic. Como siempre, me ha gustado.
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